El sistema de alarma del cerebro emocional
¿Te has visto alguna vez repentinamente abrumado por el miedo o el pánico, actuando o paralizándote de un modo que te parece irracional pero, de algún modo, imparable? Estos momentos suelen ser signos de lo que los psicólogos llaman un secuestro de la amígdala.
La amígdala forma parte del sistema límbico del cerebro, responsable de detectar amenazas y desencadenar respuestas emocionales. Cuando percibe un peligro, puede anular la parte más racional y reflexiva del cerebro -la corteza prefrontal- en milisegundos. Esto permite reacciones rápidas de supervivencia como luchar, huir o congelarse.
Daniel Goleman acuñó el término “secuestro de la amígdala” para describir este proceso: una reacción emocional repentina y abrumadora en la que el cerebro pensante se desconecta. En términos evolutivos, esta respuesta nos mantuvo con vida. Pero en el mundo actual, el “peligro” puede ser una exposición emocional, hablar en público, un conflicto o un juicio percibido, no una amenaza física.
Para las personas con antecedentes de trauma o estrés crónico, este secuestro se produce más fácilmente. El cerebro se vuelve hipervigilante, reaccionando no a lo que es, sino a lo que fue. No siempre puede distinguir entre un recuerdo doloroso y el momento presente.
Cómo es y cómo se siente un secuestro
El secuestro de la amígdala no consiste simplemente en sentirse molesto. Es una experiencia que afecta a todo el cuerpo y que a menudo incluye un corazón acelerado, dificultad para respirar, opresión en el pecho, temblores y sensación de desorientación. Los pensamientos pueden girar en espiral hacia los peores escenarios, o apagarse por completo. La persona puede congelarse, arremeter, llorar o disociarse.
Estas respuestas pueden ser desconcertantes, incluso vergonzosas, sobre todo cuando parecen desproporcionadas a la situación. Pero tienen mucho sentido si se observan desde el punto de vista de la neurobiología. Cuando el cerebro detecta un peligro, desconecta todos los sistemas que no son esenciales para la supervivencia inmediata, como el razonamiento, la recuperación de la memoria y la expresión verbal.
Comprender este mecanismo ayuda a replantear la experiencia: no como debilidad o fracaso, sino como la forma que tiene el cuerpo de protegerse.
Un ejemplo de la vida real podría ser el de un alumno que, al ser llamado inesperadamente en clase, de repente siente pánico y es incapaz de hablar. Se le acelera el corazón, le tiemblan las manos y más tarde siente vergüenza. Lo que ha ocurrido no es un signo de mala preparación; su sistema nervioso ha interpretado el momento como una amenaza a la seguridad.
Calmar el secuestro: cómo recuperar la regulación
La buena noticia es que, aunque no siempre podemos evitar el secuestro de la amígdala, podemos aprender a reconocerlo e interrumpirlo. El primer paso es ponerle nombre. El simple hecho de reconocer internamente: “Esto es un secuestro de la amígdala, no soy yo, sino una parte de mí que se ha activado y tiene miedo”, ayuda a activar el córtex prefrontal, el centro cerebral de la conciencia y el lenguaje. Este momento de reconocimiento empieza a devolver la agencia a la persona.
Después, es esencial regular el cuerpo antes de intentar “pensar en la salida”. La respiración es una de las herramientas más eficaces. Las respiraciones lentas y pausadas, con una espiración más larga, indican seguridad al sistema nervioso. Una pauta habitual es inhalar durante cuatro segundos, mantener la respiración durante cuatro y exhalar durante seis. Este pequeño cambio fisiológico puede empezar a contrarrestar la cascada de hormonas del estrés.
Las prácticas de enraizamiento también ayudan. Por ejemplo, apoyar los pies en el suelo, notar sensaciones físicas como la textura y la temperatura, o nombrar objetos de tu entorno para anclarte en el presente.
Algunos métodos terapéuticos, como el Hakomi, utilizan afirmaciones internas suaves -llamadas “sondas”- para explorar y calmar la experiencia interna. Pueden incluir frases como “Es seguro sentir esto” o “No tengo que esconderme”. No se trata de afirmaciones, sino de invitaciones a observar la respuesta del cuerpo en un estado de atención plena, revelando creencias y pautas somáticas más profundas.
En muchos casos, los secuestros repetidos no tienen nada que ver con el momento presente, sino con heridas emocionales no resueltas. Por ejemplo, una persona puede sentir pánico no porque su pareja actual la rechace realmente, sino porque un tono o comportamiento similar le recuerda un abandono de la infancia. Los enfoques terapéuticos como los Sistemas Familiares Internos (SFI), la Experiencia Somática y las prácticas de atención plena informadas por el trauma pretenden curar estas heridas más profundas trabajando directamente con el cuerpo y la memoria emocional, no sólo con la mente.
Por último, es importante ser consciente de los errores comunes. Intentar razonar para salir del pánico raramente funciona mientras el secuestro está activo. Reprimir la emoción o criticarte por ello sólo añade otra capa de estrés. En lugar de eso, tranquilízate, espera a que pase la oleada y reflexiona suavemente después.
A medida que uno se vuelve más hábil para reconocer las señales y aplicar las herramientas en tiempo real, el sistema nervioso aprende gradualmente un nuevo patrón: la seguridad es posible, y el miedo no siempre requiere una acción inmediata. Así es como se reconstruye la regulación: desde el cuerpo hacia arriba, no desde arriba hacia abajo.
Comprender el secuestro de la amígdala no es sólo cuestión de neurociencia: es cuestión de compasión. Cuando te das cuenta de que tu cerebro intenta protegerte, incluso cuando reacciona de forma exagerada, puedes empezar a enfrentarte a ti mismo con menos juicio y más curiosidad. El miedo no es un defecto. Es una señal. Y con conciencia y práctica, puedes aprender a responder en lugar de reaccionar.